EL BALSAMO DEL PERDÓN (1)

“Imagínate que una persona tiene una rosa y una piedra, y tú tienes también, una rosa y una piedra. Si esa persona te tira la piedra, tú, ¿qué tienes que hacer?” Antes que su padre abriera la boca, la niña, emocionada e impaciente, le disparó la respuesta. “Tienes que tirarle la rosa, pues si le tiras la piedra, el otro siempre tendrá una piedra para tirarte de vuelta.” Esta niña estaba maravillada. Había descubierto ese día en la catequesis, con este sencillo ejemplo, lo importante que era en la vida perdonar, olvidarse el rencor, devolver bien por mal. La importancia de echar agua, en lugar de leña al fuego, para que un conflicto no avance. El tema del perdón tiene muchas situaciones, muchas aristas. Puede aplicarse tanto los gravísimos conflictos sociales como el de las guerrillas en Colombia o el Apartheid de Sudáfrica, -una verdadera herramienta de transformación social- como a las dolorosas e irreversibles situaciones creadas entre personas o familias por abandonos, infidelidades, rupturas o violencias varias. Y por supuesto a la vida cotidiana. Así por ejemplo, con motivo de esta pandemia, estamos viendo al interior de los hogares dos tipos de situaciones: Familias y parejas que han visto reforzadas sus relaciones por el amor y la comunión, y familias donde la convivencia se hace cada día más insoportable, al estar ausente la afinidad, el respeto, el diálogo, el perdón y otros elementos necesarios para una convivencia sana. A estas dos últimas nos vamos a referir en las próximas líneas.
Cuando en la vida se hace presente un conflicto interpersonal equis, este engendra una ruptura inmediata. Se produce una explosión que deja a la persona aturdida, como atontada. Ahí mismo empezó el sufrimiento. El diálogo, la armonía, ceden su espacio casi instantáneamente al veneno de la rabia, de la ira y la venganza. Vienen los gritos, los ayes, se cruzan los cables en la cabeza y ya no se duerme ni se descansa preguntando por qué. Se entra de lleno en el laberinto del estrés, con el agravante de no saber qué hacer, ni por donde salir de la situación… Pero pasa el tiempo; tenemos aburridos a los amigos con el “problema.” Ahogados en odio e insomnio, la ruptura se ahonda y la situación se torna insostenible. Es entonces cuando se llega a la conclusión de que, así, no se puede vivir. A regañadientes se va colando el ingrediente del perdón como la única posibilidad, el único bálsamo para sanar las heridas, para volver a vivir.
Perdonar, firmar la paz, el armisticio… difícil paso, sin duda. Porque se trata de perdonar al “enemigo”, es decir, de volver a ver a ese “bicho” como gente. De sentir, incluso, compasión por él. Se trata de poner punto final a la muyuna del pensamiento venenoso para poder avanzar; atreverse a cambiar la rabia por la paz, el odio por el amor. Es ahí donde debe entrar a tallar la espiritualidad. El tomar conciencia de nuestro verdadero ser. Que no somos solamente un cuerpo con un nombre que lo identifica. El reconocer que, más allá de ciertos datos externos, somos hijos del único Creador, por tanto, miembros de una misma familia. Al mirar la realidad por este cristal, dejamos aparte el prejuicio y la discriminación y empezamos a romper barreras. El que me hizo esto y esto, el que me traicionó, me violentó, el que rasgó mi vida en dos… no es un extraño, es pariente mío, es un hermano. Podemos ser culpables de un delito, pero nuestro yo siempre es inocente, siempre digno de amor. Porque, como decía san Agustín, no somos lo que en un momento dado fuimos, somos lo que estamos llamados a ser. Ello implica también introducir nuevos datos, como caer en la cuenta de que, lo que “nos han hecho”, no siempre es producto de la libertad, sino, ¡cuántas veces! consecuencia de la ineducación y de las tortuosas vivencias de la infancia. El problema empieza a tomar otras perspectivas cuando reconocemos que también el otro ha sido una víctima. Por eso, tanto el amor como el perdón, están relacionados con la necesidad de valorar lo que es realmente esencial: La vida y la dignidad humana.
¿Qué es el perdón? La realidad del perdón es múltiple: Es una decisión, una actitud, un proceso y un estilo de vida. Las personas que se pierden en la cólera, la culpa o la vergüenza, se estancan emocionalmente. Es más, estos sentimientos tienen un impacto negativo sobre la salud: Generan un permanente estrés. El perdón está vinculado con la salud física y mental porque dinamita la arquitectura de la angustia y la ansiedad. De modo que, si uno quiere sanar y crecer, debe perdonar. Se trata de atrevernos a mirar más allá del rechazo, del temor, de la ira o de la crítica acerva. Atrevernos a dejar atrás el papel de víctimas con su pesada carga. El perdón tiene sentido: Apela a la razón, a los instintos y al corazón. No es solo un tema religioso, es preciso hacerlo práctico y universal, porque en el perdón encontramos una palanca de libertad y de alivio. Siempre será el pegamento que repara lo que está roto, la llave que libera al preso de su reja. El perdón toma el corazón manchado por la vergüenza y la culpa y lo devuelve sano y bañadito. Restablece la inocencia de otro tiempo, aquella que te permite amar sin cadenas, la que te posibilita un nuevo comienzo. Porque cuando perdonamos o pedimos perdón, se transforma nuestra vida, nace una nueva oportunidad.
El perdón debe estar siempre presente en la vida de todos porque es una necesidad, tanto el pedirlo como el concederlo. Es una obligación moral a la vez que un acto de gratuidad. Es como bañarse o no bañarse. El baño diario es al cuerpo lo que el perdón cotidiano es al alma. La palabra perdonar viene de perdonare, donar algo a quien te lo pide, reconocer una deuda, por tanto. El perdón es una pérdida voluntaria en favor del ofensor. Pierdes algo tuyo para dárselo a otro. ¿Qué das, que donas? Pues se dona el derecho de justicia y de reparación al otro. Le ofreces un plano de reflexión que conlleva el poner fin a una situación intolerable. Con ello, el perdonado obtiene el indulto y la posibilidad de reparar el daño causado. Al perdonar donamos al otro su libertad perdida, la vuelta al camino. Perdonar es regalar la posibilidad de reinserción social, la posibilidad de recomponer una relación, la posibilidad de un mundo sin violencias. Perdonar es renunciar a tener la última palabra, renunciar a un derecho. A su vez, quien demanda perdón, reconoce el daño hecho. Es la voz del arrepentido. El ideal sería que estuviera motivada por la reparación y reconstrucción de los vínculos rotos. Porque hay quienes piden perdón sin arrepentimiento ni contrición. Quieren restaurar su libertad, pero para volver a hacer lo mismo. Como, asimismo, hay arrepentidos que no piden perdón pero lo expresan de muchas maneras, ya sea con palabras o con gestos de acercamiento.
Perdonar no es olvidar.- El perdón sana la memoria, pero no produce amnesia. Olvidar implica borrar de la memoria, y eso no lo podemos hacer. Nadie tiene un borrador mágico que lo haga. Lo que sí podemos hacer es que “el hecho” no tenga mayor peso en la vida, para que esta no se vea contaminada por el recuerdo. El perdón reduce, y a veces anula, el peso de las experiencias amargas. Sin embargo, es posible perdonar a una persona, y a la vez, no querer volver a verla jamás. Duele recordar, cierto, pero aún así, hay que perdonar. Porque el perdón libera más al que perdona que al perdonado; de hecho, es lo único que nos permite construir un futuro desligado del pasado. La radiografía del recuerdo tiene varios elementos: El conflicto en sí, la emoción experimentada y la interpretación que hicimos del hecho. Introducir el perdón, es empezar a evaluar lo ocurrido desde una perspectiva distinta. Porque un hecho es intolerable, generador de profundas heridas, solo a partir de de la interpretación que hacemos de él. Perdonar significa que hay otra manera de ver el mundo. Lo que pasó es irreversible, pero perdonar, ayuda a encontrar un nuevo sentido y un punto de esperanza en medio de la desgracia. Si logramos cambiar la interpretación, la perspectiva, será posible liberarnos del lastre que arrastramos hasta el presente y que nos está impidiendo el futuro.
Por ejemplo, hay personas que odian a sus padres porque fueron abandonados de chicos, o por haber pasado una infancia con déficit en el cariño y la atención. Naturalmente eso ha condicionado sus vidas. Conocí a un niño en un orfanato que odiaba profundamente a su madre. A su padre ni siquiera lo mencionaba. Cuando más tarde supo de las lágrimas de su madre, cómo al dejarlo allí se le partía el corazón; cuando supo que fue la única opción que tuvo para que su niño pudiera sobrevivir, el recuerdo se fue transformando en afecto hacia ella por la comprensión del hecho. Cambió la perspectiva. Desde la cárcel de Iquitos tengo registradas confesiones y dramas de este tipo: “Yo soy de la frontera, no conocí a mi padre, vivo solo, tengo 32 años”. Yo viví en la calle desde niño, nunca supe lo que es un hogar, ahora estoy en el hotel nº 4, tengo 30 años”. “Mi padre nos abandonó y mi madre se reunió con otro hombre que me pegaba por todo. Eso motivó que me escapara de casa a los 10 años, tengo 29”. “Conocí a mi madre hace un año cuando llegué a este barrio. Ahora viene todos los domingos. Ella es todo lo que tengo; me dejó a los cuatro años, pero hoy me hace feliz”. Cuántas veces vive en el adulto el niño frustrado y asustado de la infancia. El perdón permite ver, bajo ese comportamiento, al niño asustado y herido y su grito pidiendo amor, protección y respeto. Con el perdón pasamos de ser víctimas a creadores de nuevas realidades. O se abren las exclusas del perdón, o el agua anegará por siempre su futuro; o se cambia la perspectiva, o serán para siempre hombres atrapados en las redes de un destino ciego.

Por: Hno. Víctor Lozano, OSA