EL BÁLSAMO DEL PERDÓN (2)

¿Qué no es, perdonar? Perdonar no es justificar hechos o comportamientos que hacen sufrir. No implica dejar de tomar medidas para proteger tus derechos o tu vida. No es reprimir la rabia o el dolor. Tampoco es hacer como que todo va bien. Puedes perdonar a tu esposa por tener la debilidad del tragamonedas, pero eso no significa que sea ella la que maneje el presupuesto familiar. O al revés, cuando es el esposo quien se gasta el dinero en fulbitos y cervezas. Puedes perdonar a tu colega por ser tan crítico con todos, pero a la vez negarle las confidencias que alimentan su crítica. Con el perdón puedes estar en desacuerdo sin restarle cariño a la persona. Por otra parte, el perdón no exige comunicación con el perdonado. No es necesario ir a decirle “te perdono”; tu gesto puede permanecer secreto. Perdonar no es indultar, ni justificar, mucho menos excusar. No siempre implica la reconciliación, porque ésta trae consigo el restablecer los vínculos rotos. El perdón supone una voluntad subjetiva de abandonar el resentimiento, los juicios negativos y/o la indiferencia hacia quien nos ha lastimado, para poder desarrollar sentimientos de generosidad y compasión. El perdón permite al victimario y a la víctima reconstruir sus vidas. Porque cuando dos sujetos se perdonan, sus pensamientos, sentimientos y acciones se tornas positivas. Pero será un falso perdón si lleva a los sujetos más vulnerables a la revictimización frente al abuso y el maltrato. La justicia y el amor son complementarios. Por eso, el hecho de perdonar, no excluye la opción de reclamar justicia, si esta no es por venganza.
Cuando alguien te aconseja que perdones y tú respondes, “ojalá pudiera”; o peor aún, cuando te aferras al dolor recordando que, después de lo que te hizo, jamás podrás perdonarle, piensa que estás cargando sobre tu espalda una enorme piedra. Todos tenemos ideas preconcebidas acerca del perdón. Ideas que van acompañadas de sentimientos muy arraigados. Lo que creas sobre el perdón te abre o te cierra posibilidades. Evocar el concepto de perdón, puede provocar en ti la claridad mental que te lleva a pasar página, a dejar atrás el pasado para vivir en paz el inmediato futuro, o bien, a cerrarte en tu dolor como el caracol en su laberinto de nácar.
Lidiando con el rencor.- Un buen motivo para perdonar es verse liberado de los efectos de la cólera. La ira, el rencor, son emociones muy fuertes. Gastan energía. Te debilitan. Además, cuando te abandonas a la rabia, te vuelves sordo a otros sentimientos más profundos. Sucede que el cerebro solo focaliza y atiende, a lo que está gritando en ti más fuerte. Sin embargo, cargar día tras día con la ira, es como llevar una brasa ardiendo en la mano para lanzarla a quien te hirió, sin advertir que el quemado siempre serás tú. Si de niño abusaron de ti, o creciste con deficiencias en el cuidado, el hecho de sentir rabia puede ser importante para hacer valer tus derechos y consolidar límites. Eso es bueno, porque manifestar enfado impide la manipulación. Pero no puedes quedarte ahí; es preciso abandonar la ira; hay que perdonar. Cuántas veces ha ocurrido que una pareja se divorcia porque no se pueden ni ver, pero al llevar el rencor en el corazón, siguen más ligados y casados que nunca. Otras veces, sucede que aprovechamos la posición de víctimas, porque es un tema al que se le saca mucho jugo y conversación. Ser víctima te pone en el centro; en cambio, si perdonas, pierdes el libreto. Cuesta dejar el escenario, cuesta perdonar. No en vano es un mandato. La cólera nos recuerda que somos responsables de aferrarnos a un sentimiento que nos daña; porque no es algo externo a ti, lo llevas dentro, es tuyo, te acompaña permanentemente. Lo inteligente es liberarnos, tomar la decisión consciente de dejarla marchar. Aferrarse al rebusque, a los beneficios de la ira, es perder mucho y ganar muy poco.
Lidiando con la culpa.- El perdón es esencial para sanar y experimentar nuestra integridad. La liberación comienza en el momento en que se reconoce el dolor y se le permite ser. Se trata de convertirlo en amigo, para después, finalmente, dejarlo marchar. Si intentamos perdonar negando el rencor, el sentimiento de culpa, o la rabia reprimida, continuaremos con el hábito de rechazar los sentimientos. El sentimiento de culpa puede ser una valiosa señal de atención. Es una opción para recuperar la responsabilidad de actuar con integridad. Es un sentimiento sano que guía la conciencia. Aquel que lo anula, se puede convertir en un sociópata. Al perdonar, despiertas las energías latentes del amor y la compasión. Para perdonar es necesario perdonarse. Perdonarnos a nosotros mismos, es el proceso de reconocer la verdad, asumir la reparación del hecho, y aprender de la experiencia, reconociendo los sentimientos previos y posteriores al mismo. Es abrir el corazón y escuchar sus temores y sus peticiones de ayuda que demandan cicatrizar las heridas emocionales, para, finalmente, situarnos a favor propio, afirmando nuestra inocencia fundamental.
El perdón es el extremo opuesto a la venganza; implica reconocer al otro como gente y no como alimaña. Ciertamente, es una decisión. También el olvido puede ser una manera de superar el trauma vivido. Pero la rabia, a pesar de ser una expresión emocional, no está bien vista… cuando uno pide perdón, es porque está viviendo con un sentimiento de culpa. El hecho de pedir perdón ya es un alivio, aunque el otro no lo haya perdonado. Ya es una liberación personal. Si la víctima perdona sin que le pidan perdón, también se produce en él una liberación. Lo importante es no vivir pegados a los sentimientos de cólera y de venganza. Pensemos que perdonar puede ser la única manera de seguir adelante, de albergar la esperanza de un futuro. Quien perdona cierra el ciclo del odio, liberando con él también al victimario, para que pueda retomar su vida de otra manera.
Al incumplimiento de las reglas se llama pecado y la consecuencia del pecado es la culpabilidad y la penitencia. Reconocer la culpa produce vergüenza, y esta, un deseo de aislamiento para, posteriormente, asumir con el relato de la verdad, el reconocimiento del hecho o error y la petición de perdón. Eso que en cristiano llamamos confesión. El deseo de castigo sobre una acción injusta, es para que esta no se vuelva a repetir; es un modo de decir que esa acción es inaceptable socialmente. Te da la opción de recetear y volver a empezar. Todo, todo debe ser perdonado, porque aquel que perdona camina con la historia; el rencoroso, en cambio, bloquea el porvenir; el ayer le tiene atrapado. Al perdonar necesitamos revisar nuestras vivencias y nuestro pasado. Para perdonar es necesario reconocerse uno mismo y al otro. Reconocer es tener claro todo lo que uno tiene de malo, así como ver, también, lo que tenemos de positivo y bueno.
El camino cristiano. El camino espiritual de los cristianos persigue la unión con Dios, una íntima relación con Él; persigue una vida configurada con Cristo. Tener una buena relación con Dios supone el perdón y la misericordia en las relaciones interpersonales. La culpa y la rabia no se condicen con la vida espiritual. El gran mandado bíblico es amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. Jesús predicó la fraternidad universal poniendo como factor central de comunión, el amor, y como purgante, el perdón permanente. Por tanto, no dejar que el sol se ponga sobre nuestra ira, perdonar hasta setenta veces siete; porque en una relación de amor, no puede haber espacio para el cultivo del odio. Perdonar incluso a los enemigos, a los que nos persiguen, difaman o calumnian. Porque amar solo a los que nos aman, no es hacer nada de extraordinario. El perdón es la cruz del amor. Cristo en la cruz, nos entregó el más sublime ejemplo: “Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen.” Perdonar es saber perder, pero para ganar la paz. Perdonar es admitir las limitaciones del ser humano, aceptando también las propias imperfecciones. Admitir que tal vez yo, en su lugar, hubiera hecho lo mismo. Por tanto, todos inhábiles para juzgar. Reconocer nuestra naturaleza pecaminosa significa que no somos perfectos, por lo que siempre podemos estar en faltas de pensamiento, palabra, obra u omisión. El antídoto no es la crítica, no es la excusa, es el perdón. Por eso me encanta ese mea culpa público al comienzo de la misa. Hemos heredado una naturaleza pecaminosa, una predisposición a quebrantar normas que dañan al prójimo, a hacer cosas destructivas. Nacemos con yaya. Todos. No somos ángeles, estamos hechos de barro. Por eso el perdón es un factor natural en la reconstrucción de nuestra moral, algo necesario incluso para la supervivencia de las culturas. Un buen antídoto, cómo decía Hannah Arendt, contra la irreversibilidad de la historia. El perdón es parte del combate incesante por la justicia. Pertenece a la “sabiduría trágica” cristiana, está ligado a la gratuidad.

Por: Hno. Víctor Lozano, OSA