EL MILAGRO DE LA SOLIDARIDAD

“Hoy nos hicimos tomografías y salimos con neumonía por el Covid. Ahorita estamos en casa tomando la medicina que nos recetaron. Pero he visto morir gente clamando por oxigeno. Es horrible. No quisiéramos que eso nos pase. Nos quedamos traumados con todo lo que vivimos los días y noches que pasamos a la intemperie, entre el frío, la oscuridad y los zancudos, esperando que atendieran a mi esposo en el Hospital del Seguro.”
“… Le pido a mi iglesia local que luche por la dignidad de los loretanos. En el Hospital Regional ya no permiten el ingreso, y en el Seguro, todo el que entra va a una hospitaliza-ción a la intemperie, en sillas, en la vereda, en el césped, bajo simples carpas.”
Estos son algunos de los testimonios que recibía en mi wasap a finales de abril, cuando la pandemia escalaba en nuestra ciudad las cotas más altas. Una buena ilustración de la realidad. Han pasado los días y la situación sigue desesperante en todos los hospitales. También en el anexo de Kanatari donde el carismático P. Raimundo atiende como sacerdote y como médico. Cientos y cientos de casos. A la escasez de medicinas se ha sumado la escasez de balones, y a la escasez de balones, la escasez de oxígeno. Se percibe el desborde total, casi un sálvese quien pueda. No quiero entrar en especulaciones del por qué se ha llegado a esta situación; todos sabemos que las causas son múltiples y nada simples. Por ahora solo se trata de constatar la cruda, intolerable realidad, y graficar el milagro de la solidaridad. Graficar cómo la desesperación puede transformarse en esperanza cuando el ser humano saca lo mejor de sí mismo.
La Iglesia de Iquitos, impotente y harta de ver sufrir y morir día a día a tantos hijos, enfermos y angustiados por la falta de oxígeno, se lanzó a la aventura. Los párrocos, con el P. Miguel como Administrador eclesial a la cabeza, se propusieron lanzar una cruzada de solidaridad popular para traer una planta de oxígeno hasta Iquitos. Eran las primeras horas del domingo 3 de mayo cuando el P. Raimundo, con los implementos de médico puestos, lanzaba desde Kanatari la desesperada solicitud. La noticia corrió como la pólvora. Despejadas las primeras dudas, el grito se hizo viral cruzando el ancho mundo a través de las redes sociales, hasta tocar la fibra más sensible de miles de corazones solidarios. No había llegado a su ocaso el sol y ya se había logrado duplicar la cifra que se pretendía alcanzar: unos 400 mil soles. Al día siguiente, se cuadruplicaría la suma hasta alcanzar la nada desdeñable cifra de un millón y medio de soles, por lo que en lugar de una planta se empezó a pensar en dos, y a mover todos los hilos para que llegue a la ciudad lo más pronto posible.
No, no alabo esta aventura, por eso no quiero tocar el bombo. La entiendo sí, como entiendo la rabia y la fuerza que despliega una madre por defender a sus hijos. Lo que quiero aplaudir es la solidaridad, el milagro de la solidaridad. Ese difícil arte que nos lleva a ver a los demás como hermanos. A sentir que somos uno. A observar cómo su ejercicio humaniza a quien da y a quien lo recibe. Sin duda, la base de infinidad de valores humanos. Marco Aurelio, protagonista de otra de las pandemias más grandes de la historia, decía que hemos nacido para colaborar como colaboran en el cuerpo los pies, las manos o los dientes. Por eso, obrar como adversarios los unos de los otros es ir contra la naturaleza. Ser humanos nos hace necesariamente hermanos. Nuestra humanidad sale reforzada al reconocerla en los demás. Porque se trata de dar, primer paso para amar, que además de dar, ya sería darse. Cada vez que salimos de nosotros mismos, cargados de compasión y comprensión hacia los demás, se produce el milagro de enriquecernos sin medida, ya que actuamos al vernos reflejados en el otro, por lo que nuestra vida mejora al mejorar la vida de los demás. Ciertamente, con gestos como estos se empiezan a limpiar las legañas de los ojos que nos impiden ver a Dios.
Pero la Iglesia no está para hacer empresa, mucho menos para entrar en desafíos que no le competen. Su misión es otra. Es recordarnos que somos hijos de Dios, por lo tanto revestidos de una dignidad inalienable. Que no somos una realidad-cosa, sino una realidad-misterio, un logos inteligente adornado de cualidades divinas, como el amor y la libertad. Está para hacer sonar la alarma cuando los derechos humanos son orillados. Para recordarnos que somos itinerantes, y que por tanto, tenemos que ir por la vida ligeros de equipaje, sin la pesada carga del acumular. Que hemos nacido para amar porque ese es nuestro centro. Que no podemos hacer del dinero un fin, porque solo es un medio para otras cosas más importantes. La iglesia es para recordarse y recordar, que todo poder, todo tener y todo valer se nos otorga para servir, de lo contrario, solo servirá para oprimir, dominar y prevalecer. Para recordarnos que todos los ídolos terminan exigiendo sacrificios humanos. Que este mundo es básicamente bueno; que el sol, el agua, la tierra y el viento, todo, todo absolutamente en este mundo, conspira para el bien. Que el mal lo introduce el hombre desde su libertad pervertida. Que es el egoísmo alimentado, -esa semilla viral del hombre-, quien se empeña en cambiar el sol por la luna. Aquel que desoyendo la conciencia, acoge la promesa de la serpiente: Serán como dioses. La engañifla del maligno cuando le susurra al oído, todo esto te daré si postrándote ante mí, me adoras, por lo que, enajenado y loco, se lanza con su carro a toda pastilla por esa carretera one way en la dirección contraria de la vida, dejando a su paso un reguero histórico de corrupción, cadáveres y destrozos.
Amigos, la vida es hermosa y la tierra feraz. No pone fronteras, no es un “coto privado” de caza para ricos y poderosos. Es de todos y para todos. Cada primavera multiplica el pan para todos sus hijos. Hombres y animales. Lo que no puede multiplicar es la generosidad. Esa es tarea nuestra. De cada uno de nosotros. En un mundo donde los que tienen, tienen demasiado y los que no tienen, solo tienen el no tener, es cada vez más urgente la solidaridad de los bienes, los saberes y los poderes. Esto tiene sus propias urgencias, niveles y prioridades, pero a todos nos toca. Exige en primer lugar la renovación de la mentalidad y la transformación de las estructuras injustas. Porque, para llegar a donde queremos llegar, la justicia y la honradez debe ser la primera virtud de las instituciones sociales, lo mismo que la verdad debe serlo para las del pensamiento. Se vislumbra un mundo nuevo. Por eso hoy quiero alabar la solidaridad y la generosidad con Iquitos de los de aquí y de los de allá, de los que más tienen y de los que dieron “de lo que tenían como necesario para vivir.” Esa genuina solidaridad que nos recuerda el inicio del verdadero camino para un mundo mejor, para un mundo de hermanos.

FR. VICTOR LOZANO