SOBRE LA VACIEDAD DE LA VIDA        (Eclesiastés 1,2; 2,21-23, Lucas 12,13-21)

P. Harry Reyes, OSA

Quiero compartir esta reflexión a partir de estos textos bíblicos que llamaron mucho mi atención sobre nuestra vida cotidiana y la del mundo actual, que cada vez está optando por un mundo materialista y egoísta que deja de lado todo lo humano y lo fraterno. 

Y me parece que el autor del texto está profundamente decepcionado por las cosas que le ocurren y le tocan vivir y por ello va repitiendo a cada poco, como un estribilloesta famosa frase: Todo es vanidad (vacío, sin sentido). Y un poco más adelante, se desahoga: 

Yo, Qohélet, he sido rey de Israel en Jerusalem… Hablé en mi corazón: ¡adelante, voy a probarte en el placer! ¡disfruta de la dicha!…  Hice grandes obras: construí palacios, planté viñas, huertos y jardines con frutales…  Tuve siervos y siervas. Poseía servidumbre.  También atesoré el oro y la plata, tributo de reyes y provincias. De cuanto me pedían los ojos nada les negué, ni rehusé a mi corazón gozo ninguno. Todo es vanidad y perseguir al viento.

Tengo la ocasión de acompañar y escuchar a muchas personas cuando han perdido a un ser muy querido: la propia pareja, un hijo, un hermano, un padre, un abuelito, un amigo especial, un agente pastoral… O les han dado la noticia de una grave enfermedad de improbable curación, y se han venido abajo, al darse cuenta de que sus “muchísimas cosas importantes”, sus múltiples ocupaciones de cada día, sus energías distribuidas en mil asuntos… tenían muy poco sentido, no eran realmente lo más importante.

Dios ha creado un mundo bello, donde hay muchos recursos para que podamos ser felices el tiempo que nos toque pasar aquí. Al terminar la creación, dijo satisfecho: “Todo es bueno”. Todo. Y nos lo entregó y encomendó para que lo cuidáramos y para que fuéramos felices con todos esos dones, y con lo que podamos ir haciendo con nuestra vida: relaciones personales, opciones, prioridades, valores, estilo de vida… El peligro está en nuestro modo de relacionarnos con las cosas y con las personas… Cuando dejamos que las cosas, los deseos, e incluso las personas, se adueñen de nuestro corazón, se vuelvan tan “importantes” que limiten e incluso anulen nuestra libertad, nuestra humanidad, que nos hagan distanciarnos o enfrentarnos con las personas (como los dos hermanos del Evangelio que discuten por una herencia). Cuando en vez de entregarnos y amar, pretendemos poseer, retener, atar a una persona… algo va mal. 

Alguien con cierta ironía definía así lo que es una herencia: “aquello que los muertos dejan para que los vivos se maten entre sí”. Y a menudo es así. Las herencias sacan a flote lo que de verdad hay en el corazón de algunos: y “lo que es mío, lo que me corresponde en justicia” acaba anteponiéndose a las relaciones familiares, que quedan para siempre dañadas. 

Por eso, cuando el beneficio económico, se antepone a un salario o unas condiciones laborales justas y a las necesidades de las personas… algo va muy mal. Cuando el afán económico y el desprecio por los que están peor, lleva a negar el cambio climático, a quitar importancia a la contaminación atmosférica por oscuros intereses político-económicos, a despreocuparse de la escasez de agua potable, a seguir talando y quemando (o dejando que se quemen) bosques, a seguir consumiendo sin medida… y tantas otras cosas que están destrozando el planeta y la fraternidad humana, mientras nos distraen con vanas tonterías, para que algunos pocos pueden seguir haciendo su agosto todos los días del año… algo no va nada bien. 

Jesús nombra la codicia como la causa de todos estos males. Pero no hay que pensar sólo en las grandes empresas y fortunas. Acaparar, amontonar, comprar, acumular… nos toca a todos en mayor o menor medida. ¡Cuántos sacos van a los contenedores de basura cuando alguien fallece! ¡Cuántas cosas compramos o guardamos, que realmente no nos hacen ninguna falta! ¡Y no las soltamos! Nos dice San Agustín: “Jesucristo nuestro Señor, que otorga el amor, recrimina la codicia. Quiere arrancar el árbol malo y plantar el bueno. Del amor mundano no brota ningún fruto bueno, del divino ninguno malo” (Serm. 107, A,1.)

Como dice a menudo el Papa Francisco: “Nunca he visto un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre, nunca. Pero sí hay un tesoro que podemos llevar con nosotros, un tesoro que nadie nos puede robar, que no es lo que has estado guardando para ti, sino lo que has dado a los demás”.

Por lo tanto San Pablo nos ha invitado a “buscar los bienes de arriba” (Col 3,1-5.9-11) Y Jesús: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”. Pero no es necesario tener fe para tomarse en serio todas estas cosas. Cuando alguien fallece, ¿qué es lo que realmente nos queda de él-ella? Su tiempo entregado, sus detalles, sus ayudas, su generosidad, su empeño por hacer este mundo mejor.

En definitiva: me hace grande lo que doy, y lo que hago por otros. Lo demás es todo perfectamente prescindible. Y para los que nos consideramos creyentes… no nos dejemos atrapar por las muchas cosas creadas por Dios… sino que busquemos al Señor de las cosas. Debiera formar parte de nuestro examen de conciencia… este virus tan dañino que es la codicia, que no es sino otro nombre del egoísmo, y que tanto daño hace a los otros. 

Ojalá no dejemos como herencia “algo para que otros se maten”, sino una sonrisa grande y un profundo sentimiento de agradecimiento por habernos conocido. 

Ojalá que no pongamos todo el corazón en nada que nos puedan quitar, o que podamos perder o que nos distancie de los otros, sino en el que es Autor y Dueño de nuestra vida.