EL OTRO VIRUS

Lo diré desde el principio, para no andarnos con adivinanzas. El otro virus es el hombre. Sí, hermano, tú y yo tenemos dimensiones más letales que el propio covid-19. Por malo que sea este bicho, el hombre puede ser mucho peor. A nadie se le escapa esto. Hemos dado demasiadas pruebas de esa viralidad a lo largo de la historia, pero especialmente en el transcurso el siglo XX. También esta pandemia nos ha quitado la careta y nos está retratado tal cual. A unos les hizo sacar lo mejor de sí mismos, como esos doctores y enfermeras, hasta dar su vida; o los solidarios de la planta de oxígeno para Iquitos. A otros, en cambio, les ha servido para acaparar hasta el papel higiénico, sin jamás pensar en los demás. O peor aún, para aprovecharse de la escasez del oxígeno, negociándolo hasta 30 veces sobrevaluado; o para distraer medicinas esenciales del hospital y venderlas fuera, a precios exorbitantes. Así somos, hermano, virus humanos, virus letales. Así podemos llegar a ser, comerciantes de dolores y de lágrimas, bien miserables. Me hacen pensar en aquella lancha que se hundió en el Amazonas hace años. Cómo, desde el canto, hábiles nadadores entraban a rescatar pasajeros del agua, pero lo único rescatado que llegaba hasta la orilla eran sus maletines. He ahí retratada la viralidad humana. Por eso, mientras estos días la guadaña del coronavirus pasa segando vidas humanas en casas, en hospitales, el otro virus se relame pensando qué ganancia le puede sacar al Paracetamol.
Este corona es terrible, lo sabemos. Hace verdaderos estragos, especialmente entre los viejos y los débiles, pero tal vez sea providencial, porque lo peor aún está por venir. Así como este virus amenaza con diezmar a la humanidad, el hombre viral lleva más de cien años acosando el planeta que le nutre y le sustenta. Lo peor es que ni siquiera se da por enterado. Y ahí está la humanidad viral, inconsciente, atacando y succionando, hasta enmierdar y agotar todos sus recursos. No es que estemos acabando con la tierra, no; lo que estamos haciendo es destruir las condiciones para que pueda existir vida en ella. Estos-son-aquies-tán… parece gritar. Son los que siguen apostando por el consumismo desenfrenado y la cultura del usar y botar; los que asesinaron la ética para campar a sus anchas; los que impusieron al mundo, con guerras y dinero sucio, el carbón y el petróleo, en lugar de las energías limpias; (todo porque estas eran gratuitas y sobre aquellas ellos imponían los precios); los oscuros especuladores de todo, las trasnacionales con antifaz, los infinitos adoradores de Mammón. Este virus disfrazado de abundancia y bienestar engendra la pobreza de muchos y está acabando con el planeta, y con él, toda su población. Los que saben de esto ya lo dicen sin ambages: Es la especie humana entera la que está bajo amenaza.
Y es que en su comportamiento habitual el hombre actúa como un virus planetario; y como todos los virus, invade y ataca a su hospedero incluso hasta matarlo; en nuestro caso, a la madre tierra que nos acoge y amamanta. En realidad, no somos hijos de la pachamama, somos su virus. Un virus que aspira a succionar sus ubres hasta acabarla, aunque, estúpido e inconsciente, muera con ella. No, el hombre ya no se siente hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol, como reza el joropo venezolano; el hombre, por egoísmo y ambición, se hizo hermano de las minas y relaves, de los carros a gasolina, de las chimeneas humeantes, de las lluvias ácidas, de la depredación de los mares, de las deforestación de los bosques, de la agricultura con venenos, de las purmas y desiertos, del final del permafrost, de la contaminación electro magnética 5G… Por su parte, el coro del plástico y la basura por doquier le aclaman: ¡Viva, viva la estupidez humana!
Por eso decía que este bicho ha sido providencial. Ha supuesto un parón mundial en la vorágine de los días, un detente que nos ha puesto a pensar. A mirarnos, a mirar. Nos ha situado frente a la locura del activismo fáustico en que estábamos inmersos y nos ha puesto de cara a lo esencial: Qué poco pesan los bienes materiales frente al valor de la vida. De cuán poco sirve ser un youtuber cuando lo que necesitas es un poco de oxígeno porque no puedes respirar. Qué importante es la familia, los amigos, la libertad. Y cuántas veces, ay, los hemos relegado como un decorado de fondo. ¡Qué pobres y frágiles somos! En el fragor de la lucha, quebrados por el dolor, la rabia y la impotencia, hemos visto a mucha gente rezar. Definitivamente, este virus va poniendo las cosas en su sitio, cada cosa en su lugar. Está restaurando aquella escala de valores que nunca debimos quebrar. Nos dice que solo son imprescindibles los que cuidan nuestra vida y aquellos que ponen sobre nuestra mesa el pan. Por eso, no, las cosas no pueden volver al escenario previo a este corona. Esta pandemia debe marcar un antes y un después. Debe señalar el nacimiento de una nueva era: O de aquí sale un hombre renovado o estaremos tocando el final.
Por eso quiero llegar a las raíces, a las causas. A los virus que llevamos dentro cada cual. Si aquellos virus matan a mansalva, estos matan cuerpo a cuerpo, como en las guerras antiguas. De estos virus todos somos portadores. En unos se activa el virus de la soberbia, en otros el de la avaricia, la violencia o la venganza, más allá el de la envidia, la mentira, la ira o la lujuria. Y cómo no, en muchos también el virus de la hipocresía, la maledicencia o la falta de perdón,… y en casi todos el de la indiferencia, egoísmo y el desamor. La lista es muy larga, la conocemos bien. Estos virus corroen y matan el alma. No están en la calle, no avanzan por el aire. Están en nosotros. Anidan en el corazón. Cuando les activa el egoísmo y la ceguera espiritual, son temibles. Contaminan la persona, la familia y la sociedad, llenándolas de lacras y corrupciones. Las mismas que cada día alimentan nuestras conversaciones y llenan los noticieros. Sin embargo hay para ellos un remedio, un antídoto que tiene que ver con el amor y el perdón.
Así pues, que no rechinen tus dientes ante la viralidad humana. No condenes ni maldigas a nadie. Ellos son como tú, nosotros somos como ellos. Los votantes y los votados somos de la misma calaña. Cuñas de la misma madera. No maldigas a los zaqueos de turno, no les llames corruptos. Zaqueo puedes ser tú, Zaqueo puedo ser yo. Los que aspiran a subir dicen que van a cambiar las cosas, pero terminan por hacer lo mismo. Todos somos virales, intercambiables. Unos más y otros menos, ciertamente. Solo los santos se salvan y no siempre fueron santos. Así que no pidas para ellos la horca, la cárcel o el paredón. También tú puedes verte camino del cadalso. A estas alturas, el hombre no necesita de maldiciones ni venganzas; necesita ser sanado, necesita de compasión. De alguien que le limpie la ceguera de sus ojos, de alguien que le toque el corazón. El antídoto contra todos los virus es Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El. Jesús no maldijo a Zaqueo, se fue a comer con él. (En su casa se juntaron la miseria y la misericordia y ya sabemos lo que ocurrió después). Así pues, estamos como estamos por vivir alejados del Médico divino, por tomar remedios que no remedian, por ir tras las aguas que no apagan la sed. El es la Luz del mundo y nosotros buscamos la oscuridad para perpetrar nuestras fechorías. El es la Puerta, pero por amores egoístas optamos por quedarnos afuera. El es el Pan de vida pero preferimos atracarnos del solo pan material. El es el Agua viva, pero acabamos abrevando en charcas cenagosas, lejos del manantial.
Sin embargo, por su Gracia se nos da la oportunidad de sacar el ángel que llevamos dentro y dejar vacunado e inoperativo nuestro lado viral. La oportunidad de actuar con lo mejor que somos y tenemos, con esa dimensión central y certera con la que amamos y nos enamoramos. Qué bien expresa esta realidad san Agustín: “Oh Dios, separarse de Ti es caer; volverse a Ti es levantarse; permanecer en Ti es sentirse seguro. Oh Dios, alejarse de Ti es morir; convertirse a Ti es revivir, morar en Ti es vivir. Oh Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien nadie busca sino avisado, a quien nadie halla sino purificado. Oh Dios, dejarte a Ti es ir a la muerte; seguirte a Ti es amar; verte es poseerte. Oh Dios, hacia quien la fe nos despierta, la esperanza nos levanta, la caridad nos une” (Soli. 1,1,3). Todo porque “nos hiciste, Señor, para Ti,” por eso el corazón del hombre será viral y andará siempre dando trompicones hasta que no se conecte a Tí. El que tiene al Hijo tiene la vida, el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Quizá el problema sea que no estamos buscando el antídoto correcto, que no estamos buscando al Médico divino, al encendedor de nuestros amores, al sanador de nuestro corazón viral.

POR: HNO. VÍCTOR LOZANO, OSA.