SAN AGUSTIN, PASIÓN POR LA VERDAD, PASIÓN POR EL HOMBRE

El 28 de agosto del año 430 muere San Agustín en Hipona -hoy Argelia-, a los 76 años, después de una vida fecundísima, rodeado de sus hermanos, pero con el dolor de ver sitiada su ciudad por las tropas bárbaras de Genserico. Caía el imperio romano y con él se perdía mucho de una cultura que ha dejado como principal herencia la ley y el derecho. Muchas cosas se perdieron, pero es curioso, de San Agustín, prácticamente se conserva toda su obra. Incluso en 1980 aparecieron otras 28 cartas más, ocultas en un archivo europeo. Y es que San Agustín es uno de los santos padres que más ha influenciado en la cultura de occidente. Le copiaban los sermones taquigráficamente -hasta los aplausos-, y de sus obras se hicieron pronto tantas copias que pudieron llegaron intactas a nosotros, a pesar de las guerras, incendios y otras devastaciones.

Este San Agustín, filósofo, teólogo, psicólogo, pedagogo, pastor, etc. no pasa de moda por-que sin necesidad de escáner, retrata al hombre – a cada uno de nosotros- de cuerpo entero. Por dentro y por fuera. El anheló todo lo que todos los seres humanos anhelamos y queremos, pero él no se conformó con paliativos, apariencias ni sucedáneos, sino que exploró sin descanso acerca del enigma humano y a partir de su experiencia de conversión y de gracia, habló sin tapujos, desde el corazón, desvelándonos la verdad descubierta en el Libro que lleva su insignia. Siempre es hora de volver al corazón, de volver al Evangelio de volver a la vida. San Agustín y sus Confesiones nos pueden ayudar a ello.

El orgullo humano, -tan humano siempre-, tienta a la persona a evitar el Evangelio. Evita el Evangelio porque es francamente incómodo. Un aguafiestas, vamos. Dejando de lado el Evangelio se evita la pregunta sobre uno mismo: quién soy, qué puedo hacer, qué me cabe esperar. El hombre, al evitar la pregunta, bloquea el conocimiento de sí mismo dejando el campo abierto para la ilusión, y como toro suelto en plaza, se desparrama en las cosas a merced del egoísmo o el instinto. San Agustín se hizo sabio cuando empezó a ser humilde. Cuando intuyó que la verdad no viene subida al poder ni envuelta en oropeles. Por eso la espiritualidad agustiniana considera la humildad como la piedra de toque para el buen discipulado. ¡Y cuánto cuesta bajarse del pedestal! Esto es así porque lo propio del ser humano extraviado es subirse al caballo para mandar, pisotear, acumular, sobresalir…
Sin embargo lo cristiano es amar, servir y obedecer, y eso hoy no cotiza en bolsa. Todos queremos ser cabeza de ratón antes que cola de león. Pero es sabido que desde el servir y el obedecer se genera un hombre tolerante y solidario, y por ende, una sociedad igualitaria. En cambio desde el mandar y el tener generamos una sociedad de castas y un mundo de exclusión y pobreza. Esto se sabe cuando se lee el Evangelio, por eso le evitamos.
San Agustín dice que el orgullo humano acepta la mentira siguiente: “no perecerán, sino que serán como dioses”, que dijo la serpiente a Adán en el mito del Génesis 3,4-6. El orgullo de la ilusión de la inmortalidad –“serán como dioses”- recibió el respaldo de la injusticia que brota de las fuentes originales y clásicas del pecado: dominar, acumular, prevalecer… es decir, puro egoísmo y autocomplacencia, donde lo demás, y sobre todo, los demás, nada importan. El orgullo, engañado por la falsa inmortalidad prometida por la injusticia (hay que ver la ceguera que produce el dinero y el poder), denigra al ser humano y de paso le arrincona la pregunta por sobre dónde se encuentran las verdaderas fuentes de la vida. Y le oculta al hombre, de yapa, las señas de su verdadera identidad, por tanto vive alienado.
Sin embargo la humildad es la realidad y la realidad es la verdad, lo contrario de la ilusión, que es sombra, sueño, viento, niebla, nada. La verdad nos pone en el camino de la libertad, y la libertad en el camino del amor y la paz. Por otra parte, la humildad libera los interrogantes arrinconados, demostrando -porque empiezas a ver- la incapacidad que tiene el orgullo y sus secuaces para concederte la inmortalidad prometida mediante la codicia, el dominio, la lujuria, la vanagloria, etc., etc.
¿Alguien quiere apuntarse a este colirio para ver mejor? ¿A ponerse las gafas que penetran la verdad por encima de injustificadas justificaciones, racionalizaciones y apariencias? Porque… ¡hay que ver la enorme capacidad de autoengaño que acompaña en esta vida al ser humano!

Hno. Victor Lozano Roldan. OSA