LA SIGNIFICATIVIDAD DE LA IGLESIA HOY

Es muy cierto aquello de no amar lo que no se conoce. Pero tampoco se conoce, o no se quiere conocer aquello que nos resulta sin importancia. En pocas palabras, si no significa nada, pues nada vale. Con la Iglesia sucede algo parecido, y digo algo parecido porque hay una diferencia sustancial que termina siendo una verdad innegable. Pero eso lo hablaremos más adelante. La intención ahora es mostrar que si hoy la Iglesia no se encuentra metida en la coyuntura de la sociedad, de sus problemas y potencialidades, esta quedará obsoleta y condenada al olvido. Pero ¿cuál es la coyuntura y potencialidades de hoy? Principalmente el cambio irremediable e indiscutible que sufre el mundo tras la pandemia del COVID-19. Pensar que volveremos a un mundo igual de hace unos meses es un error tanto de proyección como de posibilidades . De proyección porque es el equivalente a aferrarse a un sistema y códigos que queda demostrado no servir a la hora de afrontar grandes problemas como el que nos toca vivir. Y de posibilidades porque negando lo primero negamos también la oportunidad de repensar, renovar o cambiar a nuevas formas de hacer funcionar aquello que llamamos mundo. Si la Iglesia cae en esta miopía mental podríamos decir que decidió infectarse del coronavirus y echarse a morir. Sin embargo, si agudiza la vista y empieza a adelantarse a la nueva situación mundial podremos decir que no sólo luchó contra el virus, sino que salió fortalecida.
Vivimos ya cambios económicos, sociales y políticos. La Iglesia por su parte ha respondido a ella como buenamente puede. Se ha adaptado a las circunstancias razonablemente, ha adecuado sus celebraciones por el momento y ha reforzado sus redes de comunicación con sus hijos. Y he ahí la trampa. Adecuarse temporalmente de aquello que podemos sacar provecho para marcar un nuevo rumbo. Me podrían acusar que pretendo perpetuar disposiciones que sólo funcionan por un período de cuarentena, pero nada más lejos que eso. Lo que sí quiero proponer es prolongar el espíritu creativo en la historia y el esfuerzo de descentralizar las acciones clericales. Extender a más allá de la fecha de confinamiento la participación activa de la Iglesia Doméstica como protagonista de sus celebraciones y oraciones, obviamente sin olvidar que la Iglesia es “asamblea”, es decir reunión del Pueblo de Dios. Pero pensar que este tiempo es una gran oportunidad para revalorar la importancia real, y digo real porque ahora sí vemos que si no hay celebraciones domésticas no hay nada, de la Iglesia que se reúne en familia aunque tal vez sin grandes celebraciones y festejos, pero sí con intimidad y recogimiento.
Hacer sentir como propia las acciones de la Iglesia y no como espectadores supuso el gran esfuerzo de la transformación litúrgica a mediados del siglo pasado. Incentivar a ser los protagonistas y ministros de las celebraciones debería ser el reto de nuestro siglo, en especial en este contexto social de hoy que, seguramente dejará una huella a fuego en la forma de ver el mundo. Ello también traería como lógica consecuencia el repensar nuevos ministerios, la apropiación necesaria de la cultura vasta que cada familia posee a la hora de participar en las celebraciones domésticas, en la función de los ministerios ya establecidos y hasta en la misma organización eclesial. Una oportunidad que viene con la crisis. Toca escuchar atentamente el soplo del Espíritu Santo sabiendo que sólo Dios es capaz de sacar algo bello en medio del dolor.
Hacer frente a la crisis con creatividad y verla como una oportunidad de crecer es una forma de mostrar la valía de la Iglesia en estos tiempos. Aprovechar esta triste situación para potenciar de una vez por todas la labor de los “laicos” como protagonistas del cambio es hacer Significativa hoy la Iglesia. Sencillamente porque la sentirán suya, la conocerán un poquito más y la amarán. Pues nadie ama aquello que no conoce, y nadie conoce aquello no le interesa.
(continuará… )

P. Agustín Raygada, OSA